Rodrigo no quiere
PEDRO J. RAMÍREZ
4.03.01
He aquí una mala noticia para los ciudadanos en general y muy en particular para los seguidores del PP: Rodrigo Rato, sin lugar a dudas el dirigente más cualificado para suceder a Aznar, ha tomado la firme decisión de autoexcluirse de la aún larvada pugna por la nominación y no será en ningún caso candidato a la presidencia del Gobierno en el 2004.
El vicepresidente económico desea dejar el Ejecutivo al término de la actual legislatura y acaricia incluso la idea de abandonar la política o al menos su primera línea para dedicarse a la actividad privada. En su actitud pesan una serie de circunstancias personales, la principal de las cuales es la sensación de haber dedicado ya 20 años de su vida casi en exclusiva a la política. Rato cumplirá 55 en el 2004 y entiende que el que se presente debe comprometerse a intentar gobernar durante dos legislaturas más. Piensa que a los 63 años sería demasiado tarde para dar el salto y emprender otro proyecto vital. Su mujer es una persona muy independiente, poco entusiasta de los compromisos de la vida pública, y tienen además hijos pequeños a los que Rato desea poder dedicar más tiempo. Por otra parte los negocios familiares han tenido una evolución bastante negativa en los últimos años y quien con tanto mérito y acierto logró en la pasada legislatura enderezar la economía de todos los españoles puede sentirse motivado ante el reto de arreglar la suya propia a partir del 2004.
Nada de esto significa que vaya a adoptar una actitud pasiva —o incluso como dicen sus críticos «pasota>>— durante los tres años que quedan hasta las elecciones ni en su área de gestión, ni en su implicación como vicesecretario general del PP en todos los frentes de batalla del partido. La aprobación anteayer de la reforma laboral o la firme posición adoptada hace unas semanas ante el proyecto de fusión Iberdrola-Endesa son las últimas pruebas de que Rato continúa intensamente implicado en la labor de Gobierno, con la pretensión de completar todo un abanico de medidas estructurales que proporcionen a España la suficiente competitividad como para ponerla a salvo de las malas coyunturas internacionales.
Rato ha sido también partícipe de la reciente obsesión de José María Aznar por hacer todo lo posible para garantizar que el PP vuelva a ganar las próximas elecciones y gobierne al menos hasta el 2008, pues según el presidente, tal y como está el PSOE de confuso y dividido, sólo eso garantizará que la actual etapa de prosperidad y modernización no se interrumpa. Rato le ha prometido que cuando llegue el momento se volcará en ese objetivo y en apoyar al cabeza de cartel del partido.
Pero hasta ahí llegará su compromiso. «Para aspirar a la presidencia hay que tener la voluntad, la capacidad de sacrificio y sobre todo la pasión que, por ejemplo, sigue teniendo Jose y que yo no tengo», ha explicado Rato a personas de su confianza. En su opinión, y así lo ha dicho públicamente de forma mucho más que retórica, debería ser Aznar quien volviera a presentarse en el 2004, pero ese es un afán que ya da claramente por perdido.
Muy pocas personas sabían hasta hoy con un mínimo de detalle cuál era la posición definitiva del vicepresidente, pero en la cúpula directiva del PP la noticia comenzaba a transmitirse con una mezcla de incredulidad y estupor: «Rodrigo no quiere». Aunque el calendario de la sucesión dista mucho de estar abierto, la pérdida de una baza tan evidente crea un incómodo horizonte de complicación y tal vez de bandería en el partido. Por su éxito al frente de la economía, su prestigio internacional, su brillantez parlamentaria, su visión estratégica y su capacidad dialéctica Rato era —y así lo subrayé en esta misma página hace un par de meses— el único candidato en torno al que el consenso de todos los demás barones del PP se produciría de forma casi automática. El suyo es el perfil idóneo para encabezar un gobierno de la Europa de la moneda única y ninguno de los otros aspirantes —todos ellos más jóvenes— podía sentirse agraviado por la nominación de Rato.
Con él fuera de la carrera el desenlace se presenta mucho más problemático. Repasando la situación de los únicos cuatro candidatos que hoy por hoy resultan verosímiles cabe subrayar que, pese a asumir su cuarta cartera ministerial, la capacidad de liderazgo de Mariano Rajoy —incluido, también en este caso, el factor voluntad— sigue siendo una gran incógnita; que la prolongación de su apartamiento de las labores de Gobierno perjudica a Javier Arenas; que Jaime Mayor difícilmente estaría disponible para ese empeño si consiguiera su objetivo de gobernar en el País Vasco y quedaría seriamente lastrado si no lo consiguiera; y que todo indica que Eduardo Zaplana tendrá que volver a ser en el 2003 candidato a la Generalitat valenciana, sin margen pues ni para incorporarse antes al Gobierno, ni para convertirse después en candidato a nivel nacional.
Tratándose de cuatro personas en el mismo entorno generacional de los 45 años, a cualquiera de ellas que tenga aspiraciones de llegar a la cima le costará aceptar la hegemonía del elegido por Aznar y el propio método del dedazo presidencial puede ser duramente cuestionado. Sin la autoritas de Rato como elemento de interposición, no hay que descartar siquiera que Ruiz Gallardón, percibido desde La Moncloa como el Mordred de esta Mesa Redonda, pueda intentar sublevar a sus cuadros madrileños y plantear un desagradable asalto frontal a Camelot.
Rato es consciente de que algunos interpretarán su postura como una forma de hacerse de rogar y otros como una elegante manera de poner la venda antes de que se haga patente la herida de que no es en él en quien Aznar tiene puestas todas sus complacencias. Respecto a lo primero lo único que él puede decir es que los hechos hablarán por sí mismos: ni siquiera si los demás aspirantes le pidieran que fuera el candidato cambiaría de posición, a menos que en España se diera una inimaginable situación-límite que, en ese caso, a quien primero obligaría a la reconsideración sería al propio Aznar.
Más complejo de disipar va a resultar el segundo fantasma en la medida en que afecta a los lazos de amistad y las relaciones personales con un tímido con poder y éxito como es Aznar. Aunque Rato niega que se haya producido ningún distanciamiento o pérdida recíproca de confianza, algunos datos objetivos permitirían aventurar que ya no existe entre ambos el nivel de complicidad de la primera legislatura. Téngase en cuenta que Rato, mucho más político que tecnócrata, fue quien negoció y alcanzó los acuerdos de investidura con CiU —en su casa de Carabaña tuvo lugar el encuentro decisivo entre Aznar y Pujol—, que durante cuatro años fue mucho más vicepresidente de lo que lo era Alvarez Cascos y que a la hora de las urnas compartió los honores de los carteles con Aznar, como si de un ticket a la americana se tratara. En cambio ni en la formación del nuevo gobierno hace un año, ni en la remodelación de esta semana el presidente le ha concedido un papel igual de preeminente.
Pero hay que cotejar esos indicios con la personalidad y la manera de entender el ejercicio de sus responsabilidades del presidente. Por muy amigo que siga siendo de Aznar, Rato no ha sido el primero ni será el último que se encuentre con una pared a la hora de intentar averiguar el sentido de una decisión que el presidente considera intransferible. Vistas las cosas desde el lado de Aznar es indiscutible, por otra parte, que sus motivos de gratitud hacia su principal compañero de aventura política se vieron acrecentados durante el pasado verano por la extraordinaria habilidad con que Rato resolvió la incómoda situación que al presidente le había creado la escalada de disparates de Juan Villalonga.
Puesto que los hechos siguen demostrando —véase esta semana el caso de Juan José Lucas— que Aznar siempre corresponde a la confianza de sus amigos y colaboradores apostando por ellos en cuanto tiene ocasión, estoy convencido de que, aun en el supuesto de que alentara alguna reserva sobre tal o cual de sus características, si Rodrigo Rato hubiera querido intentar ser su sucesor, habría tenido su apoyo y su aval.
La cuestión esencial es que, como reza ese tam tam que funciona en las alturas, «Rodrigo no quiere». Pese a las razones por él aducidas, estamos ante el enigma de cómo es posible que un político que durante años y años ha estado disponible para los programas de radio de las siete de la mañana y las doce de la noche, un político que los fines de semana se ha pateado las ciudades de España y los pueblos de Madrid, un político que ha entrado a todos los trapos tuvieran que ver con la economía, el terrorismo o la política exterior, de repente llega a la conclusión de que no tiene ese último plus de ilusión y entusiasmo para intentar dar el único paso que le separa de la conquista del Everest.
En la riqueza de la condición humana está la magia de que incluso detrás de cada político haya una persona. Pero no es de extrañar que alguien que siente a la vez sincero aprecio y genuina admiración por Rodrigo Rato le resumiera hace pocos días la situación con estas palabras: «Te creo, pero no te comprendo».
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