11-M : CRÓNICA DE UNA INFAMIA GENOVESA

11-M : EL RELATO

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LA BANDA

LA DINAMITA

EL ATENTADO 

LA INVESTIGACIÓN

EL SUICIDIO

LA BANDA

-¿Y si nos escapamos? -Yo no me atrevo. Han pasado siete años. De aquellos dos amigos sólo queda vivo uno: el que no se atrevió a escapar. El otro, Jamal Ahmidan, El Chino , un tipo enclenque y con gafas, utilizó un spray para salir a las bravas del Centro de Internamiento de Extranjeros de Madrid. Había cumplido 30 años, era un camello muy conocido y escondía dos poderosas razones para evitar a toda costa su deportación a Marruecos.

Las autoridades de Tetuán lo buscaban por un caso de asesinato, y Rosa, su mujer, una yonqui a la que se había ligado ocho años antes en un banco de una plaza cercana al Rastro, acababa de caer presa. Por si fuera poco, tenían un hijo de cinco años. Al crío le habían puesto de nombre Bilal.

Bilal tiene ahora 12 años y ya no se llama así. Hace tres años, su padre se voló con dinamita una tarde de abril después de llamar a su madre por teléfono y decirle: "Si me entrego, os arruino la vida a ti y al niño. Perdóname. Sólo te pido una cosa: que cada vez que mires al niño a los ojos te acuerdes de mí". Jamal Ahmidan, había sido cercado por la policía en un piso de Leganés. No estaba solo. Le acompañaban seis de los supuestos autores del 11-M. Ahora, el muchacho que ya no se llama Bilal ha conseguido recuperar la sonrisa y sus juegos, es espabilado y buen estudiante, pero vive con el miedo de que lo reconozcan por las calles de su barrio. En una ocasión, y coincidiendo con el inicio del juicio, un fanático se tiró al suelo y lo adoró como al hijo de un mártir. "¡Tú tienes que ser como tu padre, tú tienes que ser como tu padre!", le repetía aquel chiflado mientras la viuda apretaba el paso para sacar a su hijo de un surrealismo tan atroz.

Jamal era un traficante bajito de cuerpo y de manos suaves, defectos que compensaba con una rabia muy extraña que le salía de dentro. No había pelea en la que no se entrometiera, y cuando, en una ocasión, su mujer le preguntó la razón de su carácter pendenciero, Jamal le contestó con evasivas: "No te puedo contar más. Algún día lo sabrás". No mucho tiempo después, el traficante le pidió a su mujer que bajara a Marruecos para que su familia conociera al niño.

-Pero tienes que ir sola, Rosa. Yo no puedo ir. Me acusan de haber matado a un hombre.

-¿Y lo mataste?

Jamal no le contestó aquel día, pero en cuanto reunió el dinero suficiente se fue a Marruecos e intentó afrontar el problema. "Se consiguió un buen abogado", recuerda su viuda, "y decidió presentarse ante las autoridades de Tetuán. Lo metieron en la cárcel, pero no vivía mal. Su familia se encargó de pagar a tres o cuatro presos para que lo protegieran. A mí me llamaba cada dos por tres. En aquellas conversaciones fue cuando, por primera vez desde que yo lo conocí, empecé a notarle raro. Me decía: 'Rosa, es que están matando a muchos inocentes en Irak, que eso no es justo', y yo le decía: 'Pero, a ver, Jamal, que no se te vaya la olla".

Lo que pasó en aquella cárcel nadie lo sabe, pero el hombre que regresó de allí ya estaba incubando un virus extraño. El 29 de julio de 2003, Rosa cogió su teléfono móvil y escuchó la voz de su hombre. "Baja", le dijo él. "Y a mí", dice ella, "me dio un vuelco el corazón. Me quedé muerta al verlo". Los días fueron pasando; Rosa seguía un programa de metadona para intentar desengancharse de la droga, y Jamal parecía dispuesto a dejar el trapicheo para dedicarse a vender coches que él mismo traería de Alemania. "Lo veía muy sensible con el tema de Irak, pero seguíamos andando agarrados por la calle, dándonos besos. Pero luego, como en septiembre o en octubre, empecé a oír hablar del tal Serhane, El Tunecino. Empezó a cambiar. Ya no me agarraba por la calle, ya empezó a decirme que me recogiera el pelo...". Rosa no entendía nada, sobre todo porque, durante el año largo que El Chino pasó a la sombra en Marruecos, en Madrid todo había seguido más o menos igual. De hecho, el diminuto Abdelilah, aquel que no se atrevió a fugarse del Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE), se había quedado con la cuota de mercado abandonada por El Chino. A la vuelta, habían tenido sus más y sus menos, y hasta habían llegado a las manos.

El Chino y El Tunecino eran la noche y el día. El Chino era analfabeto y pendenciero. El Tunecino, licenciado en Económicas y encantador. El Chino había llegado a España sin papeles. El Tunecino viajó a Madrid en 1994 para doctorarse en Ciencias Económicas merced a una beca concedida por la Agencia Española de Cooperación Internacional. El Chino era temido por los demás camellos de Madrid. Los que conocieron a El Tunecino lo recuerdan como una persona muy sociable, que se ofrecía a dar clases de español a los musulmanes que recalaban por las mezquitas y que pagaba el alquiler infaliblemente antes del día 5 de cada mes. A finales de 2003, El Chino era un ex presidiario picado por el virus del fanatismo buscando una nueva vida por las calles de Madrid. El Tunecino había empezado a trabajar en una inmobiliaria cercana a la mezquita del barrio de Tetuán y se acababa de casar con una muchacha de 17 años, hermana de un tal Mustafa Maymouni, encarcelado por los atentados de Casablanca (Marruecos). A pesar de una fachada tan presentable -economista, profesor de español, amable y servicial donde los hubiese-, a El Tunecino se le veían las ideas con sólo mirar a su recién casada. Si la esposa de El Chino era una ex drogadicta española a la que le gustaba lucir palmito, la mujer de El Tunecino salía a la calle oculta casi por completo por ropajes negros. Pese a sus 17 años, la muchacha trabajaba de costurera en la mezquita madrileña de la M-30, y habría desentonado mucho menos por las calles de Kabul que por el Parque de las Avenidas de Madrid, un barrio de clase media donde convivía con Serhane. De toda la gama de personajes que podían cruzarse por las calles de Madrid, El Chino y El Tunecino estaban situados en los extremos más alejados; pero lo cierto es que se hicieron inseparables, y que, en torno a ellos, se fue tejiendo una red muy heterogénea, pero no por ello menos compacta, de complicidades.

Uno de ellos es Mohannad Almallah Dabas, un sirio que regenta un taller de reparación de neveras y lavadoras en la calle de la Virgen del Coro, muy cerca de la mezquita de la M-30. El tal Mohannad es uno de esos tipos con una vida hacia dentro y otra hacia afuera. Simpático y obsesionado por parecer occidental, su segunda mujer encontró el infierno dentro de su casa. No tardó en darse cuenta de aquel tipo que le pareció fiable y simpático no era más que un fanático con distracciones muy peligrosas.

-Un día vi que algunas de las cajas que tenía mi marido estaban medio abiertas y miré lo que había dentro- dice la mujer cuyo nombre permanece en secreto por razones de seguridad-. Estaba lleno de vídeos sobre Bin Laden y sobre la guerra santa. En esos vídeos se veían cosas muy raras. Un tanque aplastando familias. A gente enterrada en el desierto con la cabeza por fuera y soldados infieles disparando sobre ellos. A un padre musulmán obligado por soldados occidentales a acostarse con su hija delante de toda la familia. Son los vídeos que mi marido y su hermano Moutaz utilizaban para captar a jóvenes fieles para la yihad. En mi casa había reuniones constantemente. Sólo asistían hombres. A mí no me dejaban salir de la habitación. A veces ponían la alfombra de los rezos para que no pudiera verlos cuando me asomaba al pasillo. El hermano de mi marido tenía un portátil con la voz de Bin Laden. Tenían auténtica veneración por él.

La española Rosa reparó en la radicalización progresiva de El Chino, pero pensó que "ya se le pasaría" y no le dio más importancia. En cambio, la mujer marroquí de Almallah Dabas sí intuyó que de aquellas lecturas y de aquellos vídeos no podía salir nada bueno. Por eso, se armó de valor, salió a la calle, buscó una cabina y llamó a la policía. No debió de ser fácil. Una mujer sin papeles, despechada por su hombre, abandonada en un local de mala muerte de un país extraño... Y, sin embargo, lo hizo. Nunca podrá olvidar la represalia de Mohanna:

-Un día, después de una discusión del hospital 12 de octubre. Él ya sabía que yo estaba embarazada de gemelos, y allí se enteró de la muerte de uno de ellos. Yo estaba muy triste, y él me dijo: qué bien, un aborto es un golpe para una mujer como el que recibieron los americanos con el atentado del 11 de septiembre.

La policía, aunque cuando ya era tarde, dibujó un esquema muy preciso de las células islamistas que operaron en Madrid. "Había tres grupos. Uno de ellos, radicado en el barrio de Lavapiés, estaba liderado por El Chino e integrado por delincuentes comunes, procedentes en su mayoría por traficantes de hachís. El segundo grupo, comandado por Jamal Zougam, tenía su base en la barriada de Villaverde. El Tunecino era el responsable del tercero y quien coordinaba a todos los demás". La policía tenía bajo vigilancia casi todos los pisos y locales donde se reunían, pero siempre de forma discreta e intermitente. Había una expresión que había hecho fortuna entre los mandos policiales españoles dedicados a la prevención del terrorismo integrista. Aunque en los meses que siguieron a los atentados del 11-S, toda Europa apestaba a yihad, los policías españoles seguían hablando de "comandos durmientes", de terroristas que si bien podían utilizar la Península como base, nunca se atreverían a atentar.

A la vuelta del verano de 2003, las reuniones de la calle de la Virgen del Coro se multiplican. A ellas asisten intelectuales como El Tunecino o un joven llamado Fouad El Morabit, el hijo de un notario de Tetuán, y delincuentes como el propio Chino y sus peones de brega. Todos tienen que aportar algo para un mismo fin: golpear en Madrid. La labor de El Chino será conseguir dinero con el tráfico de hachís y adquirir después más de 200 kilos de dinamita. La labor de Serhane es ponerle el apellido de santa a aquella guerra suya.

Una guerra que se venía fraguando desde muy atrás. Un día, Serhane se topó con el jeque Munir, el imán de la mezquita de la M-30. Lo llevó a un lugar apartado y le pidió permiso para hacerle una pregunta:

-¿Por qué los gobiernos de muchos países musulmanes son incrédulos? ¿Se les puede cambiar por la fuerza?

-No -le contestó tajante el imán-. El Corán prohíbe usar la fuerza contra nada y contra nadie.

Pero esa noche, el imán no durmió tranquilo. Soñó que una cazuela llena de gusanos ardía sobre el fogón de su cocina y que Serhane El Tunecino le ofrecía una cucharada.

Al día siguiente, el imán intentó calmar su desasosiego buscando a El Tunecino. Cuando lo encontró, le dijo:

-Serhane, debes limpiar tus sueños. Tienes que apartarte de ese camino equivocado. Este sueño es un mensaje de Dios para ti, para que vuelvas a la rectitud.

Pero ya era tarde. El cuñado de Serhane y otros 20 islamistas habían sido detenidos por la policía por su relación con los atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos. Por las calles de Madrid, en el lugar más secreto de las mezquitas, cada vez se oía una frase con más fuerza:

-Hay que vengar a los hermanos.

LA DINAMITA

Hay un muchacho sentado en una bolsa de deportes azul. Se llama Sergio Álvarez y acaba de llegar a la estación de autobuses de la calle de Méndez Álvaro, de Madrid, en un autocar de línea procedente de Asturias.

Suárez Trashorras es pálido, hiperactivo y padece un mal muy cercano a la esquizofrenia

Zouhier es un personaje fronterizo, acostumbrado a caminar en la cuerda floja. Un tunante, un granuja, pero también algo más. Había nacido en Casablanca, pero a los 13 años ya estaba en Madrid. De stripper pasó a matón de discoteca, y el paso siguiente fue hacer de chivato para la Guardia Civil.

No tardó Emilio en bautizar a El Chino como 'Mowgli' porque se parecía al niño de 'El libro de la selva'

Carmen Toro y El Chino se enzarzaron por las Torres Gemelas. La mujer de Trashorras dijo que aquello había sido una barbaridad. Jamal le respondió: "También en Palestina han muerto muchas personas".

La bolsa de deportes es de rayas blancas y azules, y pesa 30 kilos. "Yo pensé que la bolsa contenía CD piratas. Emilio me había prometido el día anterior 600 euros por llevarla a Madrid. Me dijo que tuviera cuidado, que no me la robaran; que cuando llegara a la estación subiera las escaleras mecánicas, pasara la cafetería y que me pusiera a esperar en la parada de taxis, que ya irían a por mí". Y eso es, exactamente, lo que acaba de hacer Sergio, de 22 años, esta mañana del 5 de enero de 2004. Ha llegado a la parada de taxis y se ha sentado encima de la bolsa. Ha esperado 45 minutos hasta que, a las 13.45, ha visto aparecer a un tipo escuchimizado, árabe, con los ojos achinados, que se acaba de bajar de un BMW negro. Es Jamal Ahmidan, más conocido por El Chino. Mira a los lados, localiza a Sergio y se acerca a él.

-¿Tú eres el amigo de Emilio?

-Sí.

-¿Y tienes algo para mí?

-Esto -le responde señalando la bolsa, de la que se hace cargo El Chino.

-¿Te vienes a tomar un café?

-No, que tengo el ALSA [el autobús] a las tres y marcho para Oviedo ya.

Ya de noche, esa noche de Reyes de 2004, Sergio llega de regreso a la estación de Oviedo. "Y allí me esperaba Emilio con otro chaval que tenía el ojo caído y que yo no conocía. Montamos en el coche y fuimos a Avilés, a casa de Emilio. Yo pensaba que me iba a dar el dinero, pero de un trastero sacó dos bolas de polen de hachís, que me fumé después con mis amigos. Con eso me pagó".

Emilio es Emilio Suárez Trashorras, un individuo pálido, inteligente, hiperactivo y adicto a hablar por teléfono. Le conocen en Avilés como "el minero" porque trabajó como ayudante en la mina Conchita a primeros del año 2000. De allí salió con una baja de 800 euros por padecer un mal muy cercano a la esquizofrenia. Una minusvalía que no le impide llevar una vida frenética y no del todo confesable. Antonio Toro, portero de discoteca y uno de sus amigos de correrías, dice de él que vuelve loco a todo el mundo.

-Se sienta al lado de una piedra, y la piedra sale corriendo.

Suárez Trashorras no responde precisamente al perfil de pensionista tipo. Dispone de cuatro coches, una moto y un quark, y está a punto de casarse con la chica con la que vive desde hace meses, Carmen Toro, hermana de su colega Antonio. Todo el mundo de la noche sabe en Avilés que su principal negocio es el tráfico de hachís. Lo que no saben todos es que, al mismo tiempo, actúa de confidente de un inspector de Estupefacientes, Manuel García, un policía grueso, sonrosado y calvo de coronilla, que responde al apodo de Manolón. Trashorras y Manolón se llevan bien, muy bien. A Antonio Toro, esa amistad le escama, pero tiene que reconocer que, gracias a los contactos de ese madero, su hermana Carmen acaba de conseguir un trabajo de guarda de seguridad en Hipercor.

El chico del ojo caído que, junto a Trashorras, espera a Sergio en la estación de autobuses se llama Gabriel Montoya Vidal, tiene 17 años y le apodan El Gitanillo. Había conocido a Emilio ese otoño. Y se había convertido en otro de los muchachos que acompañaban siempre a Emilio y de los que éste se servía para sus trapicheos. A Gabriel, como a los otros, los iba atando poco a poco. Les invitaba a jugar a la PlayStation, a los bares, y hasta a veces se sentía generoso y les resucitaba el saldo del teléfono móvil. También a El Gitanillo le ofreció Trashorras viajar a Madrid llevando una bolsa. Lo hizo después de que Sergio volviera, y unos días más tarde de que otros de sus chicos, un muchacho grandón y con cara de bueno llamado Iván Granados, le dijera que no.

-Yo llevé a Madrid -recuerda El Gitanillo- una bolsa normal, de deportes, y debía de pesar unos diez kilos. Hice el viaje de noche, en clase Supra, y al llegar a Madrid, a las siete de la mañana, llamé al teléfono móvil que me había apuntado Emilio en un papel. Al poco apareció uno y me pidió la bolsa...

Un tipo de aspecto magrebí, con los ojos achinados y mucha seguridad en los andares. Cogió la bolsa -¿cuántas iban ya?- y desapareció en su BMW con las puertas blindadas y un salpicadero de lujo donde se podía jugar a la Play y ver la tele.

-Y yo me volví a Avilés -recuerda El Gitanillo-. Emilio me pagó 1.000 euros. Al día siguiente, Iván Granados -el muchacho que no se atrevió a hacer de correo- me dijo que lo que había llevado a Madrid era dinamita. Que él lo sabía porque había ido con Emilio a la mina a buscarla.

Los chavales que hicieron de correos nunca se atrevieron a preguntar de qué se conocían el ex minero Suárez Trashorras y El Chino. Fue a finales de octubre de 2003, y sin más protocolo que la mesa de un McDonal's de Madrid. ¿Quién había conseguido juntar frente a un Big Mac a un traficante de explosivos y al terrorista que los necesitaba para atentar? Se llama Rafa Zouhier y es un caso aparte.

Zouhier, que entonces tenía 21 años, es un personaje fronterizo, acostumbrado a caminar continuamente en la cuerda floja, capaz de dar miedo y simpatía al mismo tiempo. Un tunante, un granuja, pero también algo más. Había nacido en Casablanca, pero a los 13 años ya estaba en Madrid. Había trabajado legalmente en una lavandería, en una frutería y en un restaurante, pero no tardó mucho en irse viciando. De stripper pasó a matón de discoteca, y el paso siguiente fue hacer de chivato para la Guardia Civil. Tipo listo donde los haya, no tardó en empezar a tocar palos más duros. Se acercó al tráfico de armas y al de hachís, se convirtió en un experto en alunizajes [robos rompiendo las lunas del escaparate]. Llegó a pasar casi ocho meses en la cárcel asturiana de Villabona acusado de participar en el atraco a una joyería por el delicado método de estampar un coche contra el cristal. Fue allí donde se enteró, por boca de un preso llamado Antonio Toro, que había gente -ex mineros sobre todo- dispuesta a vender dinamita a quien pagara rápido y sin preguntas. Agraciado, musculoso, mujeriego, voluble, violento, mentiroso y decidido, no tuvo problemas para reunir en el McDonald's de Carabanchel al ex minero asturiano y al traficante marroquí. La reunión fue un éxito. Dos meses después, los chicos de Trashorras empezaron a viajar a Madrid en autobuses de línea cargando pesadas bolsas de deporte.

No tardó Emilio, amigo de los motes, en bautizar a El Chino como Mowgli porque se parecía al niño de la película El libro de la selva, de Walt Disney. Su sintonía fue creciendo tan rápida que el 26 de febrero -sólo dos meses después de conocerse- ya tuvo confianza suficiente para llamarle desde Canarias y pedirle que fuera a recogerle al aeropuerto de Barajas. Emilio Suárez Trashorras y su mujer, Carmen Toro, regresaban de su viaje de novios. El recién bautizado Mowgli condujo a los recién casados a una finca suya enclavada en Morata de Tajuña, a pocos metros del parque temático de Warner Bross, a 35 kilómetros de Madrid.

A la puerta de la finca, Trashorras no pudo evitar que su mujer y El Chino se enfadaran: "Carmen discutió con Mowgli. Ya antes, alguna vez, Ahmidan me había regañado porque yo tengo la costumbre de decir siempre 'me cago en Dios' por teléfono, y él me advirtió de que no lo hiciera. Me vino a decir que Dios está en todas partes, que cuando soplas en una mano ahí está Dios. La discusión con Carmen empezó por la Meca-Cola, que es la coca-cola árabe. Carmen dijo que era mala, de supermercado barato, y Jamal respondió que gracias a la Meca-Cola hay muchos niños que estudian en las mezquitas...". Carmen Toro y el marroquí se fueron calentando hasta que hablaron de las Torres Gemelas. La mujer de Trashorras dijo que aquello había sido una barbaridad. Jamal le respondió:

-También en Palestina han muerto muchas personas...

Aquel jueves, la sangre no llegó al río. Al sábado siguiente, 28 de febrero de 2004, Jamal Ahmidan va a Asturias en un Golf de color negro. Le acompañan dos miembros de la célula integrista: Mohamed, uno de los dos hermanos Oulad Akcha, y Abdenalbin Kounja. Emilio lo recuerda como un tipo "con barbas, bajito y con cara de mongólico". Hace mucho frío. Toda Asturias sufre un gran temporal de nieve, lluvia y viento. Los tres yihadistas se plantan en la calle de Emilio a las cinco de la tarde. El Gitanillo, el chico del ojo caído, el menor de 17 años, recuerda que había "un gran nevazo".

- Yo estaba en mi casa cuando me llamó Emilio. Me dijo que me fuera con él. Allí estaba Mowgli, al que yo no veía desde que le entregué la bolsa en la estación de autobuses de Madrid. Nos fuimos todos a la mina. Emilio y yo, en un Toyota Corolla, y los marroquíes, en un Golf negro.

Fueron por la carretera nacional hasta Soto del Barco; después cogieron una carretera autonómica por el valle abierto del río Nalón, hasta Cornellana, y de ahí se desviaron por el corredor del Narcea. La carretera, accidentada, discurre entre montañas y pendientes, dejando el río a la izquierda. Una hora después de haber salido de Avilés, justo al pie de una central hidráulica, los esperaba la ladera de la montaña que alberga la boca de entrada a la galería de Mina Conchita.

-Aparcamos los coches a un lado de la carretera. Emilio y Mowgli salieron y comenzaron a subir por el sendero, monte arriba. Los otros dos y yo nos quedamos en los coches. Estaba atardeciendo, pero aún había luz suficiente. Volvieron a la media hora. Fue entonces cuando Emilio, antes de meterse en el coche, le dijo a Mowgli: no te olvides de los tornillos y de los clavos.

A la vuelta, nada más llegar a Avilés, Mowgli y los suyos se separan de Trashorras y El Gitanillo. "Ellos se fueron al Carrefour a comprar unas mochilas". La cajera que los atendió se acuerda perfectamente de aquel grupo y de lo que compró la noche de la gran nevada:

-Me llamaron la atención porque no parecía el tipo de gente que compra mochilas para hacer cámping. Compraron seis mochilas por 152 euros, tres linternas a seis euros cada una, cuatro yogures Danone Bio, un cuchillo cocinero y dos pares de guantes. También magdalenas y un cartón de leche semidesnatada. En total se gastaron 195 euros. Pagaron en efectivo. Le dieron 200 euros a la cajera, que no las tenía todas consigo.

-Uno me hacía sentir incómoda, por la forma de mirarme y de no hablarme.

El que mira sin hablar es El Chino. A las 21.26, Ahmidan y los suyos salen del Carrefour. Suárez Trashorras y El Gitanillo los reciben de nuevo en Avilés. El ex minero le presta a El Chino unas botas de montaña porque sus mocasines de piel están empapados. No parecen, además, el calzado más apropiado para subir de nuevo por el sendero de la mina en esa noche de nieve y lluvia. El Gitanillo actuó aquella noche de recadero de Trashorras.

-Emilio me pidió que les acompañara a la mina de nuevo para indicarles el camino. Mowgli y yo íbamos en el Ford Escort blanco de Emilio. Los otros dos iban en el Golf, detrás. Llegamos a la mina. Los tres se bajaron de los coches y cruzaron el puente para ir a la mina. Yo me quedé en el coche, al lado de la carretera, por si venía la policía... Eso es lo que me dijo Emilio que hiciera. Los otros tres subieron con las cuatro o cinco mochilas grandes por el sendero que conducía a los pozos de la mina. Bajaron a la hora y media o así. O incluso más, porque yo me dormí. Bajaron con las mochilas llenas de explosivos. Fuimos a Avilés, y por el camino nos encontramos con Emilio, que ya venía a por nosotros. Así que fuimos los tres coches hasta el garaje de Emilio. Allí vaciaron las mochilas en otro coche, en un Toyota Corolla. Y nos fuimos otra vez a la mina, los mismos: El Chino y yo, en el Ford Escort, y los otros dos, en el Golf...

Una vez terminado el trabajo, a las nueve de la mañana, El Chino y sus dos ayudantes enfilan la carretera en dirección a la finca de Morata de Tajuña con los coches cargados de dinamita.

-Y Emilio y yo - recuerda El Gitanillo- nos fuimos a desayunar.

EL ATENTADO

En el suelo de arena de un cobertizo mugriento de una finca de Morata de Tajuña, tapado con unas baldosas a su vez cubiertas de maleza y paja, hay un agujero donde cabría un niño agachado. Las paredes han sido recubiertas hace poco de poliespam, un material impermeable.

Allí, en ese agujero inencontrable de esa finca destartalada convertida de pronto en base de operaciones y cuartel general de la banda, Jamal Ahmidan, El Chino, esconde la dinamita que acaba de traer de Asturias.

La finca está a algo más de 30 kilómetros de Madrid y a tiro de piedra del parque de atracciones de la Warner. La vivienda principal es pequeña. Bajo el porche, unas sillas blancas de plástico. El terreno está salpicado de arbolitos recién plantados y de restos de maquinaria de campo abandonada al tuntún. Bajo un cobertizo con el techo de uralita está el agujero de la dinamita. Dentro de la casa hay literas, un frigorífico, una estufa de leña, otra de butano y un generador eléctrico. Desentona un aparatoso instrumento de gimnasio, uno de esos potros de tortura para desarrollar los pectorales.

Alberto Lucas Torrijos vive en una finca contigua. Ha visto con frecuencia a los árabes que ocupan la casa hacer footing por el camino de tierra. Normalmente, se hacen acompañar por un perro pastor alemán. No los conoce mucho. Pero lo suficiente como para haberle vendido al que parece el dueño, el de los ojos achinados, la estufa de leña y la de butano. Ya se ha dado cuenta de que están agrandando la casa, contratando albañiles, ampliando la segunda planta. Con los otros no ha cruzado palabra, pero con El Chino sí que ha hablado un par de veces:

-A mediados de diciembre había ido yo a cobrarle la parte que me debía del arreglo del camino. Sólo me pagó la mitad. En otra ocasión, me extrañé de que estuviera haciendo obras en la finca, porque aquello es terreno rústico. Así que me acerqué y le pregunté si no se habían pasado por ahí los municipales. Me dijo que sí, que los policías habían estado merodeando por allí, pero que a él le daba igual. El caso es que siguió construyendo.

Encaramado al techo de la casa está Hamid Ahmidan. Su primo El Chino lo ha contratado como albañil. Le paga 30 euros al día. "Yo llegaba a las ocho de la mañana. No me quedaba a dormir, pero sí a comer. Aunque nunca comía junto a ellos. La razón es que ellos [Mohamed Oulad Acha, Abdennabi Kounja...] no dejaban almorzar a su lado a quien no rezara". Un día, en febrero de 2004, Hamid Ahmidan baja de la segunda planta a llenar la botella de agua, y su mirada se cuela donde no debe:

-Vi en una de las habitaciones a Jamal y a los otros con algo que tenía cables. Pero no lo pude ver bien, porque en cuanto me vieron lo ocultaron a todo correr.

Los vecinos observan cada vez más movimiento en la finca de El Chino. Varios coches que entran y salen. Y también motos. Los miembros de la célula yihadista salen y entran de la casa, pero lo hacen a la luz del día, con naturalidad, de modo que los vecinos constatan el trasiego, pero nadie se inquieta hasta el punto de llamar a la policía o a la Guardia Civil. Hay dos testigos que sí tienen datos suficientes para deducir que algo está pasando, pero ellos tampoco hablan. Uno es un niño. El otro, una máquina.

-De lo que pasaba en la finca de Morata, mi niño lo sabe todo. Mi hijo sabe más que todos esos juntos, más que el juez y más que todos, porque se ha pasado fines de semana enteros en la finca. Jamal se lo llevaba todos los fines de semana y en cierta ocasión también a un amiguito. Compró unas ovejas, unas cabras... Mi hijo ha visto todo, y a todos. Pero él es un niño, y además no quiere hablar...

Rosa sabe que su hijo -el niño que antes se llamaba Bilal- esconde más de lo que cuenta. Ella intuye, y por eso está tan orgullosa de él, que en parte es para protegerla, para no hacerla partícipe de los desvaríos de su padre.

-Un día, al volver de la finca -cuenta Rosa- mi niño me dijo: 'He visto en la casa de Morata a un tío que no me ha gustado. Uno calvo con barba de chivo que me ha dicho que yo lo que tengo que hacer es hablar árabe y empezar a rezar, y yo le he dicho: pues reza tú'. Hay que tener en cuenta que mi niño en ese momento tenía nueve años, pero es muy listo mi niño. Se refería a Serhane El Tunecino. Lo sé porque a los pocos días vino a casa y Jamal me mandó a la habitación. No me dejó salir hasta que Serhane se fue. En Nochevieja lo llamé para preguntarle que si iba a venir a cenar, y me dijo que no sabía. Escuché por detrás la voz de Serhane diciéndole: 'Déjate de fiestas de cristianos y vamos a hacer lo que tenemos que hacer'. Aquel día llegó a las cinco de la mañana, muy alterado, nervioso, cansado... Yo le veía muy raro. Estaba todo el día con el Internet, todo el día, con un portátil. Una noche lo vi a las cuatro de la mañana con Bin Laden a toda pantalla, y le dije: 'Pero bueno, Jamal, ¿tú te has vuelto loco? ¿qué haces viendo a Bin Laden en Internet?' Ahí me empecé a mosquear".

El segundo testigo -a la postre vital- es una máquina. El miércoles 10 de marzo por la tarde, un repetidor de teléfonos cercano a Morata de Tajuña registra que varios teléfonos móviles acaban de ser activados en la zona. Se trata de los teléfonos que servirán de temporizador de las bombas. Los terroristas los conectan mediante unos cables que inexplicablemente luego no recubren de cinta aislante en la parte que hace contacto. Los ponen en hora. Luego programan el despertador con la hora elegida: las 7.40. Y enseguida apagan los teléfonos para evitar que una llamada imprevista provoque la detonación de las bombas. Las 7.40. En ese minuto se activará la función despertador del teléfono... y el chispazo eléctrico conectará el detonador que a su vez hará estallar la dinamita. Las bombas ya están preparadas para explotar. Los terroristas cierran las bolsas de basura con la cinta amarilla. Las atan. Hay 13. Las meten en bolsas azules de deporte, con asas, unas bolsas que han comprado hace días en una tienda del barrio de Lavapiés.

A la mañana siguiente, ya 11 de marzo, los terroristas se montan en varios coches robados, entre los que se hallan una furgoneta Renault Kangoo y un Skoda Fabia. Se dirigen a Alcalá de Henares. Aparcan los vehículos por separado en los alrededores de la estación de ferrocarril. Es mediados de marzo, pero esa mañana no hace mucho frío en Madrid. Por eso, a Luis Garrudo, conserje de una finca cercana a la estación, le extraña que el joven alto y delgado que acaba de salir de la furgoneta blanca lleve puesto un gorro y una bufanda. Garrudo se acuerda de la hora en que salió de su casa en el número 5 de la calle del Infantado: las siete de la mañana en punto. Normalmente, sale a las ocho, pero ese jueves ha pedido permiso para adelantar el horario. Quiere salir una hora antes para asistir al funeral de su cuñado a las ocho de la tarde. Y, como todas las mañanas, se dirige a la estación para coger un mazo de periódicos gratuitos. En el camino se topa con la visión chocante del individuo demasiado abrigado:

-Llevaba dos bolsas, una al hombro y otra en la mano. Iba delante de mí, camino de la estación. Dentro de la furgoneta había otros dos jóvenes, uno de ellos se estaba poniendo un gorro. Después, cuando volví con los periódicos, me fijé en la furgoneta. Seguía ahí aparcada, pero ya no había nadie.

El comando compra los billetes de tren. Sus integrantes intentan aparentar normalidad, pero no lo consiguen del todo: "Yo estaba aquella mañana en mi trabajo de taquillera. Y hubo un cliente que me llamó la atención. Tenía la cabeza y la cara tapadas con un gorro y una bufanda tipo braga. Sólo se le veían los ojos. Compró varios billetes, no recuerdo cuántos. No se le entendía bien, y a pesar de eso no se bajó la braga para dejar la boca libre".

Los hombres de las bolsas azules se separan y se reparten en cuatro trenes consecutivos. El plan es simple: entrar en los convoyes, colocar las bolsas de las bombas y bajarse en la estación siguiente. El límite son las 7.40. A esa hora sonará el despertador y ninguno tiene la intención de suicidarse. Al menos, no por el momento.

Ese día, en la radio hay dos nombres que triunfan sobre todos los demás: Mariano Rajoy y José Luis Rodríguez Zapatero. El sucesor de Aznar y el candidato socialista se medirán en las urnas dentro de 72 horas. De ahí que se note una mayor presencia policial en las calles. Los responsables de Interior están seguros de que ETA intentará intervenir en las elecciones de la única manera que sabe hacerlo: matando. De hecho, hace sólo unas horas que un comando etarra ha intentado meter una furgoneta con 500 explosivos en el corazón de Madrid. En lo que respecta al tiempo, se prevé un nuevo frente de lluvias.

Aquel día, como todos, Tinka, una inmigrante de Europa del Este, y su amiga se suben al tren en Alcalá de Henares. Se fijan en un chico joven, moreno, alto, con una bolsa de deportes y un periódico, y que lleva un abrigo negro, un gorro y una bufanda. Ambas mujeres le siguen con la mirada mientras busca asiento. Y cuando cambia de vagón para regresar. También cuando, después de tanto trajín, por fin se apea del tren.

-Mira, se ha olvidado la bolsa de la comida -comenta Tinka a su amiga.

-Puede ser una bomba.

-¿Cómo puedes pensar eso?- la reprende Tinka, a punto de llegar ya a la estación de El Pozo del Tío Raimundo, en Madrid.

En el tren siguiente, en el de las 07.15 viaja un trabajador que, hace sólo unos días, se ha dejado olvidada una chaqueta en el vagón. "Al sentarme y apoyar el brazo en la ventana noté que una persona me estaba empujando: al girar la cabeza vi que se trataba de un joven, gitano o moro, que estaba metiendo una bolsa debajo del asiento. Me adormilé. A la altura de San Fernando de Henares me desperté y vi que el chico ya no estaba, pero que la bolsa sí. Y pensé: mira, otro que se olvida las cosas en el tren. Poco después me bajé en Vicálvaro".

Y a pocos metros de la estación de Vicálvaro, precisamente, un obrero que trabaja en un edificio cercano se percata de una cosa rara: -Eran las ocho menos veinte y, junto a dos casetas, vi a un tío que no era de la obra cambiándose de ropa. Era de 1,75 de altura, con el pelo corto, fuerte. Dejó la ropa ahí y se largó.

José Luis García está sentado en un tren que acaba de detenerse en la estación de Atocha.

-Oí sonar un móvil, una y otra vez...

Son las 7.40.

-... Lo oí una, dos, tres, cuatro, cinco veces, y a la sexta, mientras pensaba ¡que alguien coja ese móvil! fue cuando estalló todo. Noté cómo saltaba del asiento y cómo quedaba atrapado. Dos personas corpulentas que estaban delante de mí hicieron de escudo y por eso me salvé. Me quedé tumbado, sin oír y sin ver nada.

En el tren parado en la estación de El Pozo del Tío Raimundo, Tinka y su amiga se sobresaltan con una explosión en el vagón contiguo. Instintivamente, salen corriendo en dirección contraria. "Y entonces explotó algo detrás de nosotras, en nuestro mismo vagón. Tinka, que iba detrás de mí, murió en el acto".

Lo que viene a continuación... Trenes que estallan simultáneamente. Cuatro bombas en un convoy estacionado en Atocha, otras en la calle de Téllez, en El Pozo del Tío Raimundo, en el barrio de Santa Eugenia. Comienzan a sonar sirenas de ambulancia. Se oirán durante todo el día. Por toda la ciudad.

Antonio Miguel Utrera, de 19 años, acaba de despertar. Se encuentra en la parte opuesta del vagón en el que iba sentado.

-Alguien me levantó y me bajé del vagón. Llamé a mi madre porque supuse que algo había pasado, un accidente o algo. Comencé a andar al lado del tren. Vi que había sido un atentado. Todos andábamos de un lado para otro, sin hablarnos, como en un baile de sonámbulos. Había mucho silencio, nadie se miraba, todos miraban a otra parte, a la nada. Era una sensación rara. Caminé por entre las vías y encontré un muro de hormigón sobre el que me apoyé porque me sentía muy cansado, quería dormir, quería descansar... Mi teléfono móvil sonaba y sonaba. Mis padres no hacían nada más que llamarme. Al lado del muro había una mujer con la cara ensangrentada, y yo le pregunté que cuánto iban a tardar en venir a por nosotros. Ella no respondió, pero señaló en una dirección. Y entonces vi venir a los camilleros". 

LA INVESTIGACIÓN

Garrudo no se puede quitar de la cabeza la imagen de los hombres abrigados caminando hacia la estación. Pero se resiste a vincularla a lo que dice la radio. No sabe si llamar a la policía. Su desasosiego aumenta al tiempo que la cifra de muertos. Pese a todo...

-¿Y si son imaginaciones? ¿Y si son simples trabajadores y los meto en un lío? Pero, ¿y si el del gorro y la bufanda es un terrorista?

A las 10 y media de la mañana, ya no puede más. Aprovecha que el presidente de su comunidad de vecinos, un ferroviario jubilado llamado Luis del Moral, baja a la calle. Garrudo se lo cuenta todo. Salen al portal de la calle del Infantado y comprueban juntos que la furgoneta Kangoo sigue allí. Del Moral decide que hay que contárselo cuanto antes a la policía. Se acerca a la estación y se lo dice al primer agente que ve. Y acierta. Acierta de pleno. Acaba de poner a la policía en la pista correcta, en la primera pista correcta. Ha colocado en las manos de los investigadores el hilo del que tirar.

El subdirector Operativo de la Policía, Pedro Díaz-Pintado, se entera del atentado a las ocho de la mañana. Está en el aeropuerto de Barajas. Junto a él, su jefe inmediato, el director general de la Policía, Agustín Díaz de Mera. Los dos están a punto de embarcar en un vuelo hacia Asturias. Nada más conocerse la noticia de la primera explosión, ordenan a su chófer que los lleve a Atocha sin perder un segundo. Son de los primeros en llegar. De hecho, un policía de servicio que no los reconoce les pide sin contemplaciones que se marchen, que existe el peligro de una nueva explosión. Deciden montar la central de mando justo enfrente de la estación, en la sede del Ministerio de Agricultura. Hay un motivo principal. Desde allí pueden usar los teléfonos fijos. La zona está saturada y hace rato que los móviles han dejado de funcionar.

Díaz-Pintado tiene 63 años de edad y 40 de policía. Lo suficiente para saber que no hay nada como ver las cosas con los propios ojos. Sugiere a su superior desplazarse a los lugares de los hechos lo antes posible: a El Pozo, a Santa Eugenia.... Pero Díaz de Mera le responde que el ministro Ángel Acebes acaba de convocar una reunión en Interior y tienen que acudir ambos. Es allí donde se acuerda trasladar los cadáveres a los pabellones del recinto ferial Ifema. Tomada esa decisión, y una vez que se constata que toda la ciudad se está volcando en la ayuda de las víctimas, los policías empiezan a hacer su trabajo. Es la primera vez que se plantea una pregunta que se convertirá en santo y seña de los días que han de venir.

-¿Quién ha sido?

Lógicamente, al principio todo el mundo piensa en ETA. Díaz Pintado lo recuerda así:

-Se hablaba de ETA, claro que se hablaba de ETA. De un tiempo a esta parte, la banda estaba obsesionada con los trenes, aunque ya había cosas que no encajaban. Por ejemplo, la cantidad de bombas: 10 que habían explotado, dos que habían hecho estallar los artificieros. Para hacer eso se necesitaban una cantidad importante de terroristas, y era extraño que ETA hubiera metido a tanta gente en Madrid sin darnos cuenta.

Un inspector de la Policía Científica identifica los cadáveres de la estación de El Pozo. De pronto, recibe la orden de volver con su equipo a la base. Se entera de que en las dependencias de Canillas -la central de la policía- se está registrando la furgoneta Kangoo de la que le habían hablado por la mañana y a la que él no otorgó al principio demasiada importancia.

-En esos casos se reciben muchas llamadas, muchísimas personas que dicen que han visto algo... Lo cierto es que, sobre las dos de la tarde, nos avisan de que han encontrado en la furgoneta una cinta en árabe. Bajamos al garaje. Me metí en la furgoneta, comencé a registrarla, y debajo del asiento delantero vi una bolsa de basura azul. La cogí, la abrí, y vi que había unos detonadores. Diez detonadores. Ordené al momento que desalojaran el garaje donde estábamos, y que vinieran los especialistas de explosivos. Yo me llevé la cinta. Estaba obsesionado con esa cinta. No quería que se perdiese bajo ningún concepto. Hice una copia y pedí que la tradujeran de inmediato.

El hilo del que se empezó a tirar a las diez y media de la mañana sigue aguantando. La Policía Científica empieza a investigar el origen de los detonadores y encuentra restos de dinamita dentro de la bolsa de basura. Por si fuera poco, la cinta contiene salmos del Corán, de la sura La familia de Imrán, en la que se describe la batalla que libra el islam contra sus adversarios. Díaz-Pintado ha logrado por fin arrastrar a su jefe Díaz de Mera a las estaciones arrasadas. Se trasladan al Ifema para supervisar la identificación de cadáveres. El director del parque ferial les pregunta si han almorzado.

-Y como no había otro sitio -recuerda el subdirector de la Policía- fuimos a su despacho. Eran las tres y media de la tarde y estábamos allí, con unas coca-colas, unas cervezas y unas patatas fritas cuando recibo una llamada del comisario de la Policía Científica. Me contó el hallazgo de los detonadores.

En la policía las órdenes siempre van hacia abajo, pero las noticias suelen elegir el sentido inverso. Nada más enterarse Díaz de Mera del hallazgo, tiró de su teléfono móvil.

-Tengo que contárselo al ministro.

A las seis de la tarde de ese 11 de marzo, un grupo de policías novatos llega a la comisaría del Puente de Vallecas. Su superior les encarga una labor muy incómoda.

- Tenéis que ir a la estación de El Pozo.

Maletas, mochilas, bolsos de señora, carpetas, cazadoras, zapatos... Los efectos personales de los viajeros que han salido corriendo, de los heridos, de los muertos. Todo ha sido metido en bolsas de basura enormes. Los agentes de policía acercan las furgonetas a un agujero abierto en el muro de la estación por las bombas. Carga las bolsas y las llevan a la comisaría, pero allí les indican que se las lleven de nuevo. Nuevo destino: pabellones de Ifema. Las dejan allí, pero al regresar de vacío a la comisaría les ordenan que las vuelvan a traer de nuevo. Es una noche de locos. Son novatos y ni siquiera se les ocurre protestar. Noche cerrada. En la parte de atrás de las furgonetas que van y vienen por Madrid suenan una y otra vez los móviles de los heridos y de los muertos. Sus familiares les siguen llamando. Tantas horas después del atentado aún hay quien espera que alguien muy querido conteste al otro lado de la línea. Que diga hola, estoy bien, todo ha sido una pesadilla.

Las bolsas se apilan por fin en una habitación de la parte de atrás de la comisaría. Una agente, también recién salida de la academia, se incorpora en el turno de noche. Es su segundo día de trabajo. Le encargan algo todavía más penoso que recoger las bolsas del andén de El Pozo.

-Hicimos una relación de efectos. Entre otro compañero y yo. Yo sacaba las cosas de las bolsas de basura, se lo describía a mi compañero, y éste lo apuntaba en una lista en el ordenador. Un pantalón con la etiqueta de El Corte Inglés, un discman marca Aiwa, un CD de David Bisbal...

A las dos de la madrugada, Díaz-Pintado -el subdirector Operativo de la Policía- decide irse a la cama:

-Por experiencia sé que el día siguiente siempre es peor. Así que decidí descansar.

Y justo a esa hora, en Vallecas, la policía que cumple su segundo día de servicio extrae de una de las bolsas gigantes de basura una bolsa de deporte azul. La abre y saca un teléfono móvil.

-Lo levanté y vi que tenía unos cables metidos donde la batería que conectaban con un paquete como lleno de plastilina blanca. Pensé que era una bomba.

Y era una bomba. Una de las bombas que no habían explotado en el tren de El Pozo. La bomba número 13. Una bomba que estuvo paseándose por Madrid en la parte de atrás de una furgoneta de la policía.

La comisaría es desalojada. El subinspector Pedro y otros dos artificieros de guardia acuden a Vallecas. Pedro pide que le conduzcan a la habitación donde está la bolsa sospechosa. Luego ordena que lo dejen solo. Mete la mano en la gelatina. Se acerca el dedo a la nariz. Reconoce el olor a almendras amargas tan característico de la dinamita. Sale de la habitación y habla con sus dos compañeros. Deciden sacar la bomba de la comisaría. Intentar desactivarla allí dentro equivaldría a desalojar los edificios cercanos de madrugada y con una población aterrorizada, confusa, recién golpeada por el mayor atentado de la historia. Deciden jugársela, llevársela de allí e intentar desactivarla a cielo abierto. Una extraña caravana de tres coches atraviesa las calles de un Madrid desierto. El primero, un patrullero con el destello azul de las luces de gálibo, conducido por un policía que conoce el barrio. El segundo vehículo lo lleva Pedro. Lleva la bomba al lado. Circula a 100 metros de los demás.

-Así, si explotaba, sólo me cogía a mí.

Cierra la comitiva el coche oficial de los artificieros. Llegan al parque de Azorín. El artificiero Pedro saca la bomba y se adentra entre los árboles.

-Busqué el rincón más alejado de los edificios y coloqué la mochila en una zona de tierra, junto a una pradera de césped. El corazón se me puso a 100 de pura adrenalina. Pensé en la muerte, como pienso siempre, pero es un pensamiento que está ahí, que no te distrae. Era una noche cerrada. No se veía nada. Enseguida me di cuenta de que el teléfono de la bomba lo había montado un genio. Donde los terroristas de ETA necesitan tres pasos, allí estaba resuelto en uno. El teléfono estaba desconectado, era lo normal. Hay mucho misterio en torno a eso, pero tiene una explicación sencilla. Cuando tú quieres que el teléfono te despierte, le marcas una hora y luego lo apagas, para que nadie te llame mientras duermes. Los terroristas hicieron lo mismo. La bomba no funcionó porque los cables no estaban bien atados con cinta aislante. Cuando la desactivé, me sentí el tío más feliz del mundo.

A las cinco y media de la madrugada suena el móvil del subdirector Díaz-Pintado.

-Me avisan de que han desactivado una bomba, que el explosivo venía recubierto de una bolsa de basura igual a la encontrada en la furgoneta Kangoo.

Ya hay una prueba definitiva en la que apoyarse e investigar: un teléfono con una tarjeta. El hilo que encontró el portero y que el presidente de la comunidad de vecinos acercó a la policía es, definitivamente, el bueno.

Y sobre él se lanzan los especialistas de la policía. Por la tarde ya saben que el teléfono y la tarjeta se vendieron en un bazar de Alcorcón. Pero eso no sirve: hay que encontrar quién lo compró. El comisario general de Información, Jesús de La Morena, encarga a dos agentes que se desplacen al bazar. Los dos policías regresan, ya tarde, y comunican a su jefe que han fracasado, que los dueños, de nacionalidad india, no quieren colaborar.

De la Morena recordó esa noche el consejo que le dio un comisario cuando él empezaba:

-Entre detener y no detener, tú detén siempre.

A la mañana siguiente, el sábado 13 de marzo, De la Morena ordena a los dos policías que regresen a Alcorcón y que apresen a los dueños del bazar. Bajo arresto, los indios confiesan el nombre del comprador de un lote de tarjetas en el que estaba incluida la del teléfono móvil de la bomba que no estalló. En cuanto escucharon su nombre, supieron que habían acertado. El comprador era Jamal Zougam, el propietario del locutorio Nuevo Siglo, de Lavapiés. Su nombre figuraba desde hace tiempo en los archivos de la policía por radical.

-Ése es el momento clave -asegura De la Morena-. Ahí determinamos que la pista era la islamista. También que el comando era numeroso, que aún disponía de más explosivos, que podían estar dispuestos a suicidarse y que iban a volver a atacar. Y el tiempo jugaba en nuestra contra.

EL SUICIDIO

El conserje Luis Garrudo regresa a su casa con los periódicos gratuitos bajo el brazo. Conecta la radio. Las noticias empiezan a torcerse hasta que el horror se hace insoportable.

Se pone al lado de su amigo, un inspector de Estupefacientes al que todos conocen por Manolón:

-Manolón, lo de Madrid es cosa de moros.

Lo suelta y se va. Emilio Suárez Trashorras es así. Ni siquiera llega a tomar nada. De allí se va a visitar a su cuñado y compinche Antonio Toro, y le dice lo mismo:

-Lo de Madrid es cosa de los moros amigos de Rafá.

Antonio Toro nota a su cuñado nervioso. O, mejor dicho, más nervioso de lo habitual.

Dos días después, el lunes 15 de marzo, cuando ya toda España conoce que la policía ha detenido a un marroquí acusado de pertenecer a la célula de fanáticos islamistas que ha puesto las bombas en los trenes, Emilio Suárez Trashorras se encuentra de nuevo con Manolón en el mismo bar.

-¿Ves cómo eso era cosa de moros?

-¿Y tú cómo lo sabes, Emilio?

- Porque la última vez que hablé con un morito que yo conozco [El Chino] me dijo: Si no nos vemos en la tierra, nos vemos en el cielo. Eso fue a principios de marzo, y desde entonces no me contesta en el móvil.

Manolón no le hace mucho caso. Tiene delante el caso de su vida. Pero sigue en el bar.En Madrid, otros policías siguen tirando del hilo de los detonadores encontrados en la furgoneta Kangoo. Los especialistas en explosivos averiguan que proceden de una explotación minera asturiana, Caolines de Merillés. Dos inspectores y un miembro del Centro Nacional de Inteligencia deciden ir a Asturias. La tarde del martes 16 de marzo se reúnen con directivos de la mina. Le reclaman un listado de mineros en activo y jubilados. Empiezan por cotejar el listado con los archivos de la comisaría de Oviedo. Miran uno a uno, a ver si alguno tiene antecedentes.

Están en eso cuando uno de los agentes, el inspector Parrilla, recibe una llamada de una compañera. Lo llama desde la central de Amena. Está investigando todas las tarjetas de móviles vendidas por los indios de Alcorcón a Zougam, el dueño del locutorio de Lavapiés.

-Oye, Parrilla, una de esas tarjetas tiene contactos con Avilés. Ha estado hablando con dos números fijos.

Los dos números corresponden a sendas cabinas de teléfono. Los tres investigadores prosiguen examinando nombres de ex mineros con antecedentes. En ese listado aparece un tal José Emilio Suárez Trashorras, pero ese nombre, todavía, no le suena de nada a los investigadores desplazados a Asturias. Parrilla vuelve a atender su teléfono móvil.

-Parrilla, que la tarjeta también tiene contactos con un móvil de Avilés.

Los dos inspectores y el espía del CNI deciden darse una vuelta al día siguiente por Avilés. Por tercera vez en un rato, el teléfono de Parrilla...

-Oye, que el móvil está a nombre de Carmen María Toro Castro.

La investigación toma un ritmo inesperado. Los agentes se ponen en contacto enseguida con la comisaría de Avilés. Avisan de que llegarán al día siguiente. El primer objetivo: intentar localizar a esa tal Carmen María Toro.

A la mañana siguiente, un hombre gordo, sonrosado y medio calvo hace tiempo en la puerta de la comisaría de Avilés.

-El inspector jefe de Estupefacientes, Manuel García, al que llamaban Manolón, nos estaba esperando- explica el agente del CNI-. Como habíamos avisado a la comisaría el día anterior de que iríamos, se había enterado de lo que buscábamos. Nos dijo que Carmen Toro era la esposa de un conocido suyo y que, si nos parece bien, la podía llamar. A los 10 minutos aparecen ella y Suárez Trashorras.

Al entrar Trashorras, Manolón le dice:

-Emilio, cuéntales a estos señores lo que me has contado a mí acerca de los moros que conoces.

Suárez Trashorras les dice que conoce a El Chino, al que él llama Mowgli. Pero poco más. Son las doce del mediodía. La conversación se parece más a una tertulia de bar que a una indagación policial. Pero poco a poco, casi a cámara lenta, se va poniendo en marcha un interrogatorio laberíntico y crucial. Las dos partes saben siempre más de lo que cuentan. De un lado, un ex minero inteligente, pero cada vez más acosado, que se va poniendo nervioso y a ratos irascible. Del otro, tres policías experimentados, dispuestos a no soltar una presa vital, sabedores de que del hombre que tienen delante, traficante de hachís, de baja laboral por un problema mental, depende la localización del grupo de fanáticos que acaba de volar los trenes en Madrid y que, tal vez, se encuentra ya preparando el próximo atentado.

En medio de unos y de otros, sin saber a qué carta quedarse, si a la del uniforme o a la de la amistad, el agente Manolón. Cierra el círculo Carmen Toro.

A las tres de la tarde, los policías dejan que Suárez Trashorras se vaya con su esposa a comer. Ellos piden un bocadillo. Han quedado a las cuatro con la pareja. Cuando aparece, los policías cambian de táctica y hablan con ellos por separado. Parrilla se guarda un as en la manga. Le explica a Carmen que hay un tráfico importante de llamadas entre su teléfono y el de su marido durante una noche entera. Una noche de febrero en que Asturias soportó una gran tormenta de frío y nieve.

- ¿Qué? ¿Hablabais en la cama?

- Yo no hablo de mi vida privada-, responde Carmen.

Vuelven a juntarse todos. De pronto, Carmen se sienta en las rodillas de su marido y le dice:

- Cariño, di lo que sepas pero a mí déjame al margen.

Suárez Trashorras se levanta, casi tira a su mujer al suelo. Y comienza a gritar:

- ¿Qué me ofrecéis? ¿Eh? ¿Qué me ofrecéis? Porque éste es un marrón muy grande...

Poco a poco, el ex minero comienza a hablar del stripper Rafa Zouhier, de una reunión en un McDonals de Carabanchel, de que un día de no hace mucho le enseñó a Mowgli la Mina Conchita...

Pasan las horas. Cenan todos juntos en un restaurante cercano donde echan por televisión un partido de fútbol. Nada más terminar, regresan a comisaría. La relación de Trashorras y los policías vuelve a ser cordial. Durante toda la noche proseguirá el juego entre el ratón y los gatos sin que Trashorras se derrote. Así hasta que amanece. Con las primeras luces, los policías reciben una llamada de la jefatura de Madrid que les ordena detener al ex minero. Se lo llevan en coche para, de paso, intentar localizar la finca de Morata de Tajuña. Pero el ex minero se lía y se pierde.

La banda de El Chino se oculta. Sabe que la policía le busca, que pregunta por él a su familia. Se mueve bien en la clandestinidad. Sabe moverse con identidades y pasaportes falsos. Sí se deja ver de vez en cuando por el bar de su hermano Mustafá. Va a por ropa o por dinero, pero no se atreve a aguantarle la mirada cuando el hermano mayor le pregunta, a finales de marzo, si tiene algo que ver con las explosiones en los trenes. No puede mirar a Mustafá, pero tampoco mentirle.

- Sí, estoy en ello.

Le acompaña en ese momento otro miembro de la banda, que al salir del bar se dirige a Mustafá y le dice.

- Pide a Dios que no nos cojan vivos.

El 29 de marzo, El Chino roba a punta de pistola un coche en Fuenlabrada. Un Citroën C3 que la banda utiliza, días más tarde, para trasladarse hasta Mocejón (Toledo). Allí intentan colocar 12 kilos de dinamita en las vías del AVE. Los vigilantes de Renfe les descubren en el momento de conectar la bomba. El comando, aunque no logra su objetivo, consigue huir.

Esa tarde, el comisario general de Información, Jesús de la Morena, acude a una nueva reunión. Un ingeniero de Renfe le explica qué habría pasado si los terroristas llegan a volar un tren que circula a 300 kilómetros por hora. La explicación es tan gráfica que se llega a pensar en que helicópteros del Ejército vigilen el recorrido del AVE...

La policía está cada vez más convencida de que los fanáticos van a volver a atacar. Necesitan encontrarlos cuanto antes. El análisis geográfico de las tarjetas telefónicas relacionadas con el móvil encontrado en la mochila de Vallecas los sitúa en el sur de Madrid. Pero la zona es demasiado grande como para rastrearla con garantías de éxito.

Un agente especialista en la lucha contra el terrorismo internacional revisa con su equipo los cientos de llamadas cruzadas con las tarjetas sospechosas de haber sido utilizadas por la banda de El Chino. Aparece el número de un teléfono móvil de un español. Dos agentes van a visitarlo. Para sondearle, y como no saben quién es en realidad, le explican que llevan a cabo un control rutinario de población extranjera, sobre todo china.

- Pues con los chinos no, pero con unos árabes a los que les he alquilado el piso yo, en la calle de Carmen Martín Gaite, en Leganés, tengo problemas porque les llamo y no me cogen el teléfono. Salta el buzón de voz con unos cánticos...

Son las tres de la tarde del 3 de abril. El piso franco de los terroristas ha sido localizado. Cuando los agentes de paisano merodean por el portal observan que un muchacho de porte atlético y rasgos árabes sale del portal con una bolsa de basura de la que sobresalen unas ramas de dátil. Se cruzan con él sin llamarle la atención, pero él ya les ha olido. Avisa a gritos a sus compinches y echa a correr. Un agente sale tras él, pero el esfuerzo es inútil. Abdelmajid Bouchar -desde entonces también conocido como El Gamo- es un joven atleta cuya principal ocupación es participar en carreras de fondo... y ganarlas.

Lo que sucede a continuación es bien conocido. Los líderes del comando terrorista -El Chino, El Tunecino, los dos hermanos Oulad Akcha, Alekema Lamari, Asri Rifaat Anouar y Abdennabi Kounjaa- se hacen fuertes en el interior del piso. Disparan desde una ventana ráfagas de metralleta contra la policía, arrastran sacos de explosivos hacia la puerta, cantan salmos... Mientras la policía va tomando posiciones, desde el interior del piso los islamistas telefonean a sus familiares para despedirse. Una de esas llamadas la recibe Rosa, la mujer de El Chino.

-Me dijo que era mejor morirse, que no se iba a entregar.

Los agentes del GEO toman posiciones. Su jefe se acerca al descansillo de la escalera y escucha que los terroristas hablan entre sí en árabe, pero cuando se dirigen a los policías lo hacen en un español muy aceptable.

-Durante dos o tres minutos nos estuvieron gritando: 'entrad, mamones, somos enviados de Alá'. Luego nos dijeron que nos iban a enviar a un emisario y les dijimos que bien, pero que saliera desnudo y con las manos en alto. A los pocos segundos, el piso saltó por los aires.

Los siete terroristas mueren víctimas de su propia locura, pero se llevan por delante al subinspector del GEO Francisco Javier Torronteras. La víctima 192 del 11-M.

Publicado en el País. 08.07.07

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